Fui por turismo a Donostia y me quedé a vivir

Donostia

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Estuve veinte años trabajando sin parar en el sector de la atención al cliente. Empecé con 20, muy joven, lleno de ilusión y deseando comerme el mundo y poder formar mi familia y mi vida. Cuando los demás salían de fiesta, yo me quedaba currando, porque pensaba que ya tendría tiempo para viajar, descansar o, simplemente, vivir. Pero como tenía una forma de ser muy estricta y responsable, ese tiempo jamás llegaba. Hasta que un día, con 40 recién cumplidos, me miré al espejo y me dije: “¿Y si me estoy perdiendo la vida?”…

No me pasó nada grave, no sufrí una crisis de esas que lo cambian todo, solo sentí que necesitaba parar, aunque fuera una semana. Un amigo me dijo: “Vete a Donostia, desconectas, comes bien y pasas unos días conmigo”. Yo no tenía ni idea de ese lugar, solo sabía que estaba en el País Vasco, que tenía mar y que la comida era buena.

Reservé cuatro noches en un hotel cerca del centro y me fui sin expectativas. Y, lo que pasó después, honestamente… no lo vi venir.

 

El primer paseo

Llegué un miércoles por la mañana. Había salido en coche de Madrid a las cinco, con el sol aún sin salir, porque estaba muy nervioso y quería salir con tiempo. Me costó un poco entrar en Donostia porque me equivoqué de salida, pero cuando por fin aparqué cerca del río Urumea y salí a estirar las piernas… sentí algo raro. No sé explicarlo muy bien, pero fue como si hubiese llegado a casa, aunque jamás hubiese estado allí. El aire olía a sal y a limpio, la ciudad sonaba a calma… era una ciudad que estaba despertando para recibirme.

Me fui directo al paseo de La Concha. Todo el mundo me lo había dicho: “Vas a flipar con la bahía”. Y sí, sí que flipé. No sé cuántas fotos hice en esa primera hora: el color del agua, la arena tan clara, la barandilla blanca, el Monte Urgull a un lado, Igeldo al otro… todo parecía sacado de otro mundo, os lo juro.

Me senté un rato en un banco, sin móvil, sin música, sin nada, solo mirando. La bahía estaba tranquila, apenas algunas olas suaves. Y pensé: “¿Por qué nadie me dijo antes que esto existía?”.

 

Comida y gente

El primer día comí en un bar de Gros, donde me pedí unos pintxos sin saber ni cómo funcionaba la cosa. La camarera, muy maja, me explicó todo: “Tú coge lo que quieras y luego nos dices lo que has comido”. Me senté con una cerveza, dos pintxos de tortilla de bacalao y una mini hamburguesa con queso Idiazabal. ¡Qué locura! Todo sabía fresco, con gusto, sin florituras. Me fui con la barriga llena y una sonrisa.

Pero más allá de la comida, lo que más me sorprendió fue la gente. Aquí eran naturales. Saludaban, te miraban a los ojos, te explicaban lo que no entendías sin ponerse por encima… Me gustó esa mezcla de respeto y cercanía.

En el hotel, el recepcionista me recomendó varios sitios menos turísticos y me dijo algo que me quedó grabado: “Aquí lo importante es vivir tranquilo”.

 

Ruta turística accidental

Los días siguientes me los pasé caminando como si me fuera la vida en ello. Subí al Monte Urgull desde el Paseo Nuevo, con sus vistas impresionantes de la ciudad y del mar. En la cima, el Sagrado Corazón, como una especie de guardián silencioso. Bajé por el otro lado, llegando al puerto viejo, lleno de barquitas y olor a mar. Paré en un bar a tomar un txakoli con unas anchoas. No sé si era por el hambre o por la vista, pero todo sabía a gloria.

Otro día crucé el puente de la Zurriola y me fui a la playa que lleva el mismo nombre. Esta ya es otra historia. Me senté a ver cómo cogían olas, uno tras otro. Me quedé ahí casi dos horas, viendo el espectáculo. Después caminé por el barrio de Gros, con tiendas pequeñas, panaderías con pinta deliciosa, librerías, gente paseando en bici. Me gustó mucho.

También subí en el funicular al Monte Igeldo. Aunque suene muy turístico, lo hice sin expectativas. Pero cuando llegué arriba… la ciudad, la bahía, la isla Santa Clara en el medio, todo desde arriba era verdaderamente espectacular.

Ahí entendí por qué muchos dicen que es una de las ciudades más bonitas del mundo.

No lo discuto.

 

Lo que no se ve en las guías

Además de lo típico, empecé a fijarme en cosas que no salen en los blogs. Como la limpieza o la forma de andar de la gente, sin prisa pero sin perder el tiempo. La cantidad de personas mayores paseando a cualquier hora, los chavales jugando en las plazas, la sensación de seguridad… Un día entré en una cafetería pequeña en Amara, un barrio no turístico. Pedí un café, me senté con el periódico local y me sentí parte de algo. Como si no fuera un visitante.

Otro detalle: la naturaleza. No solo por la playa, hay parques por todas partes, árboles enormes, caminos verdes. El parque de Cristina Enea me encantó, parecía un bosque en medio de la ciudad. Había pavos reales caminando a su aire y bancos donde leer. Caminé tanto esos días que volví a sentir los pies, y me di cuenta de que llevaba años sin caminar por gusto.

 

El cambio de chip

La idea de quedarme no fue automática, fue una suma de pequeñas cosas. El paseo al atardecer por la Playa de Ondarreta, las conversaciones con desconocidos que no lo parecían, las panaderías con olor a bizcocho por la mañana, el silencio de la ciudad por la noche, la vida simple pero completa… Empecé a pensar: “¿Y si…?”.

Una tarde, mientras tomaba un café, saqué el móvil y busqué “alquiler piso Donostia”. Solo por curiosidad, me dije. Vi precios. Y no era barato, pero tampoco imposible.

Luego me metí en Idealista, en Milanuncios… y, cuando quise darme cuenta, ya estaba mirando zonas y preguntando en foros. Al día siguiente hablé con una inmobiliaria, así como quien no quiere la cosa. Me atendió una chica encantadora que me dijo: “¿Vienes por trabajo o por cambio de vida?”. Y yo me reí, porque no supe exactamente qué contestar a esa pregunta.

Contacté también con algunas inmobiliarias online con bastante experiencia, como Areizaga, y me aconsejaron que, si de verdad me lo estaba planteando, lo mejor era venir unos días, visitar los barrios con calma y ver cómo se siente cada zona a distintas horas del día. “No elijas solo con la cabeza —me dijeron—. Aquí, decidir con el corazón también cuenta.”

 

El salto

Volví a Madrid con la cabeza llena. Mi casa me parecía más fría, mi barrio más ruidoso, mi trabajo más absurdo… y empecé a hacer números: podía permitírmelo. Quizá no con el mismo ritmo de vida, pero sí con dignidad. Hablé con mi empresa y propuse un trabajo remoto parcial. No aceptaron, así que me lo tomé como una señal: renuncié.

Tres meses después, me mudé a Donostia. Al principio alquilé un piso en Egia, cerca del centro pero más tranquilo. Empecé a hacer trabajos como freelance, buscando nuevos clientes. Fue duro al principio, pero también emocionante. Me apunté a un curso de euskera básico, por respeto y por ganas. Hice amistad con vecinos, con dueños de bares, con un panadero que me guarda siempre un croissant de almendra…

 

Vivir en Donostia

Llevo aquí más de un año ya. No es perfecto. Llueve más de lo que me gustaría, y los precios a veces duelen, pero he ganado algo que no tenía: tranquilidad. Camino todos los días sin necesidad de tener que coger el coche para cualquier cosa. Compro en mercados, saludo a la misma gente, veo el mar cada mañana, me doy un chapuzón incluso en enero… y lo más importante es que sigo descubriendo rincones: el peine del viento con mar revuelto, las escaleras escondidas que llevan al mar, la sidrería que solo abre tres meses al año… Lo mejor es que no me canso de nada de esto.

Echo de menos cosas, claro. La familia, algunos amigos, ciertos sabores de mi tierra… pero, lo que tengo, ahora me compensa. Tengo tiempo, paz y esa sensación de estar donde quiero estar.

Que no es poco…

 

No vine buscando nada, solo quería parar un poco, desconectar…

… y encontré un lugar que me obligó a preguntarme si estaba viviendo como realmente quería vivir. Y todo esto porque Donostia me ofreció una versión de mí mismo que no conocía: más tranquilo, más presente… más real.

No sé si viviré aquí para siempre, pero sí sé que fue la mejor decisión que tomé en años. A veces solo necesitas un viaje, una vista, un paseo con olor a sal, para darte cuenta de que mereces vivir mejor.

Si estás leyendo esto pensando que tú también necesitas un cambio, hazme caso: ven a Donostia unos días. Pero cuidado, puede que ya no quieras irte… como me pasó a mí.

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