Han pasado ya ocho años desde que ella se fue. La casa es la misma, mis rutinas siguen siendo las mismas también… pero hay algo que no cambia nunca: necesito recordarla para sentirla cerca, no lejos. Tenerife fue nuestro lugar, nuestro refugio, nuestro espacio de desconexión del mundo. Y lo sigue siendo, aunque ella ya no esté.
Volver no ha sido nunca una decisión difícil. Es un impulso que nace dentro, que me dice que ahí, en medio del océano, aún queda algo suyo. Por eso viajo una o dos veces al año.
Y no, no voy a quedarme en lo de siempre, porque ella y yo jamás lo hicimos, buscábamos las cosas únicas que nadie suele ver. Por eso, no quiero repetir lo de siempre, quiero respetar eso. Yo busco lo que ella querría descubrir si estuviera a mi lado. Y así es como he ido conociendo la parte menos vista de esta isla que me sigue curando por dentro.
Paseos que no salen en las guías
Recuerdo que el primer año que volví solo, me senté en un banco en La Laguna, sin rumbo ni plan. Un señor mayor se me acercó y me dijo que si quería ver algo bonito, me alejara de las rutas de turistas y siguiera mi intuición. No sé si fue casualidad o un mensaje, pero le hice caso.
Así fue como descubrí el sendero de los Guardianes Centenarios, en el bosque de Agua García, en el norte de la isla. No es un sitio muy famoso, pero caminar entre esos árboles tan altos, con raíces que salen de la tierra, fue como volver al corazón del mundo. Estaba solo, pero no me sentía solo. Ella habría sonreído al ver cómo tocaba el musgo con cuidado, como si fuera de oro.
También he paseado por los caminos de Ifonche, una zona rural que no muchos pisan. Allí me crucé con pastores, con casas que parecen detenidas en los años 50, con barrancos que dan vértigo con solo acercarse. Me senté en una piedra, saqué una foto del bolsillo y estuve un rato en silencio, mirándola. Y aunque parezca extraño, juraría que noté su mano apretando la mía.
Rincones para respirar de verdad
Hay un lugar al que vuelvo cada vez que estoy en la isla: el mirador de La Garañona. Está en El Sauzal y da directamente al acantilado. No hay barullo, no hay colas, no hay turistas gritando… Solo el sonido del mar, del viento, de las gaviotas. Me siento en el muro de piedra y dejo que los recuerdos me lleguen sin prisas.
Otro sitio que me ha marcado es el Bosque del Adelantado, en Tacoronte. Parece que estás en otro mundo, de verdad. Árboles altísimos, caminos de tierra, helechos que rozan los tobillos. Hay bancos escondidos, y cuando te sientas, parece que hasta el tiempo se detiene. Ese silencio hondo, ese olor a tierra mojada, me ayuda a dejar que el corazón se ensanche un poco más.
Esnórquel y barcos
Yo no soy un joven. Tengo 68 años, los huesos se quejan muy a menudo y ya no corro detrás de nada, aunque me encantaría hacerlo. Pero cada vez que subo a un barco en Tenerife y me pongo las gafas de esnórquel, me siento como un niño otra vez.
Fue ella quien me convenció de probarlo por primera vez, hace más de 30 años, porque había había hablado con una empresa de actividades acuáticas de la isla, Wavvy Club, y le habían dicho que a la gente le solía gustar mucho hacer esa actividad.
Yo pienso que le hacía gracia verme tan torpe con las aletas, la verdad, y que por eso me lo sugirió. Pero cuando metí la cabeza en el agua y vi ese mundo de colores debjao de la superficie, me enamoré. No puedo evitarlo. Y hoy lo sigo haciendo, por ella. Me da igual si soy el mayor del grupo. Me pongo el neopreno, me río con los instructores, y cuando estoy en el agua, dejo de ser un viudo para ser solo un hombre feliz.
Uno de los mejores paseos que he hecho fue desde Los Gigantes. Salimos en un barco pequeñito, éramos cuatro personas nada más. Nos alejamos de la costa y luego nos lanzamos al agua en una zona llena de vida sin siquiera pensarlo demasiado.
Vimos pececillos plateados, otros de colores imposibles, y sentimos esa calma del mar que te envuelve. Luego, de vuelta, el patrón sacó un bocadillo de tortilla que sabía a gloria. Lo compartimos con una cerveza fresca y una charla muy divertida entre personas que no se conocían, pero que habían vivido algo muy bonito.
Me sentí parte de algo bueno, aunque nadie supiera mi historia.
Sabores que despiertan recuerdos
Tenerife también se recuerda por el paladar, y no me refiero a los restaurantes grandes, ni a los buffets de hotel, porque mi mujer y yo jamás fuimos de sitios de lujo, la verdad. Yo hablo de bares escondidos, de guachinches familiares, de platos que saben como los de casa.
En La Matanza descubrí uno donde el camarero tiene más de 80 años y sigue sirviendo vino con una sonrisa que te hace gracia. Me senté en una mesa de madera, pedí carne de cabra con papas arrugadas y un vaso de vino de la zona. Cerré los ojos con el primer bocado y me vi en otro tiempo, con ella frente a mí, riéndose porque siempre me manchaba las camisas al comer. Confieso que lo sigo haciendo, y escuchando sus risas en la distancia como si estuviese conmigo.
También me gusta un puesto de bocadillos en el mercado de La Orotava. No tiene nombre conocido, pero la mujer que los hace canta mientras cocina. Le conté que viajaba solo, que mi mujer había fallecido, y me regaló un trozo de bizcocho “para que no te vayas con el café amargo”, me dijo. Esa ternura, ese gesto, me llegó muy hondo.
Calles que abrazan
No todo son paisajes, hay callejuelas que parecen hablarte. En Garachico, por ejemplo, me perdí a propósito. Caminé por calles empedradas, con casas que tienen más de un siglo, y entré en una librería pequeña, porque la verdad es que me encanta leer. Allí compré un libro de poemas canarios. Luego me senté en una plaza y leí en voz baja, sabiendo que a ella le habría encantado.
En Tegueste encontré una exposición de fotos antiguas. Vi caras que no conocía, pero que me resultaban familiares. Me quedé mirando una imagen de una pareja joven en blanco y negro, abrazados en un baile popular. Me emocioné sin querer.
La señora que cuidaba la sala se me acercó, me ofreció un pañuelo y me dijo que el amor, cuando es de verdad, no se olvida nunca. Tenía razón.
Dormir donde el alma descansa
Me he alojado en hoteles bonitos, claro que sí. Pero lo que más me llena son las casas rurales. Una vez estuve en una, en la zona de Icod de los Vinos, donde las noches eran tan silenciosas que podías escuchar tu propia respiración. Había un perrito que se echaba conmigo en la hamaca del jardín. Y al mirar las estrellas, sentí que ella me hablaba en voz baja.
En otra ocasión dormí en una casa pequeñita en Arico. La dueña me recibió con un plato de potaje caliente. No hacía falta más. Me dio una manta, una linterna y me dijo: “Aquí lo único que va a oír esta noche es su alma”.
Lo que me llevo de cada viaje
Viajar solo no es lo mismo que estar solo. Cada vez que regreso a Tenerife, no lo hago para escapar de la tristeza. Lo hago para reencontrarme con ella. Porque en cada camino de tierra, en cada roca frente al mar, en cada inmersión bajo el agua, en cada sonrisa de un desconocido, ella sigue estando. No la busco con pena, la busco con amor.
Tenerife tiene una parte escondida que no todos conocen. Es esa parte que no se ve en folletos ni en excursiones organizadas. Es la que se revela cuando caminas sin rumbo, cuando miras con el corazón abierto, cuando te permites hablar con los demás y contigo mismo.
Yo seguiré volviendo mientras pueda. Porque mientras yo la recuerde allí, ella no se habrá ido del todo. Y cada vez que alguien me preguntae por qué vuelvo, les sonreiré y les diré: porque es ahí donde ella todavía me espera.
Una forma distinta de vivir el duelo
Perder a la persona que amas te cambia la vida de los pies a cabeza. Pero no tiene por qué ser el final del viaje. A veces, es el inicio de otro tipo de amor: el que te enseña a encontrarla en lo que ella amaba, el que convierte el recuerdo en presencia, el que te permite seguir caminando, aunque sea sin su mano.
Tenerife, con su silencio y sus tesoros ocultos, me ha dado eso. Y ojalá tú también puedas encontrar un lugar así, donde la vida te abrace aunque duela, donde el mar te consuele, donde los atardeceres te hablen bajito.
Porque al final, hay lugares que no son para disfrutar: son refugios del alma.