Irse de vacaciones y ponerse malo es algo que pasa mucho aunque no queramos pero hay que reconocer que es odioso. Esta última vez fue en la ciudad condal. Fui de camping, como siempre, y acabé con un trancazo de tres pares de narices y, en consecuencia, en esta farmacia de Barcelona donde me trataron muy bien pero adonde preferiría no haber tenido que ir porque habría significado que no me habría puesto mala.
Pero quiero hacer una mención a dicha farmacia, a la Farmacia de Ramón Ventura, porque lejos de darme cualquier medicamento que paliara los síntomas del resfriado, me hicieron mil preguntas para saber cómo me había empezado a poner mala y por qué y luego tomaron mi temperatura para asegurarse de que no tenía fiebre (a mí no se me había ocurrido llevarme un termómetro la verdad) y me dieron también unos caramelos para la molestia que tenía en la garganta. Lo que quiero decir es que no sólo me atendieron debidamente sino que me trataron de maravilla y se preocuparon por mi estado cuando les dije que estaba en un camping. Sinceramente, si todos fuésemos tan concienzudos en nuestro trabajo y si es cara al público como en este caso, todos fuésemos tan amables, os puedo asegurar que nuestra sociedad ganaría mucho. El caso es que me emocioné tanto y les dije que me habían tratado tan bien que iba a hablar de ellos en un post y aquí está mi promesa. Promesa cumplida.
Pero vamos, que esto de ponerme mala cuando salgo de casa no es nada nuevo. De niña, una de las primeras veces que me fui de camping con mis padres, empecé a vomitar como una loca y acabé con fiebre en la caravana de unos amigos (porque nosotros íbamos en tienda). Al final mis padres decidieron volverse porque estaba vomitando tanto que tenían miedo a que me deshidratara o algo por el estilo.
Otra vez, en esta ocasión bastante más mayor. Cogí un tren para ir a visitar a mi tía y primos a Cartagena, Murcia, y me tocó un asiento justo de debajo del conducto del aire acondicionado. Por un lado aquello fue perfecto porque estábamos en pleno agosto pero por otro no me vino nada bien porque, aunque llegué perfectamente a mi destino, me levanté al día siguiente con mal estar, fiebre, y un dolor de garganta de tres mil pares de narices.
En otra ocasión acabé en el hospital por poner la mano donde no debía. Estábamos en un camping en Calasparra y, a pesar de las muchas veces que me había avisado mi madre, apoyé mi mano sobre la bombona de butano del camping gas que estaba ardiendo como un demonio. Se me puso enseguida como un pimiento morrón y acabé en el hospital con la mano llena de crema y vendada hasta el codo porque me había achicharrado toda la piel de la palma. Vamos, que soy un caso.